La libertad de palabra y de expresión, sobre todo en cuestiones de política y otros asuntos públicos, es el alma de cualquier democracia. Los gobiernos democráticos no controlan el contenido de la mayoría de las expresiones escritas o de carácter verbal. Así, las democracias suelen estar pletóricas de voces múltiples que expresan ideas y opiniones diferentes e incluso antagónicas.
A juicio de los teóricos de la democracia, un debate libre y abierto conduce de ordinario a la mejor de las opciones propuestas y hace que sea más probable evitar los errores graves.
La democracia requiere la presencia de una ciudadanía instruida y enterada cuyo acceso a la información la capacite para participar lo más plenamente posible en la vida pública de su sociedad y para criticar las políticas, o a los funcionarios imprudentes o tiránicos. Los ciudadanos y sus representantes elegidos reconocen que la democracia requiere el más amplio acceso posible a las ideas, la información y las opiniones libres de censura.
Para que un pueblo libre se gobierne a sí mismo, debe gozar de libertad para expresarse de un modo abierto, pública y reiterado, tanto en forma verbal como por escrito.
En una democracia, el principio de la libertad de expresión debe estar protegido por la constitución a fin de impedir que las ramas legislativa o ejecutiva del gobierno impongan la censura.
La protección de la libertad de expresión es lo que se conoce como un derecho negativo, pues sólo requiere que el gobierno se abstenga de imponer límites a la expresión, a diferencia de la acción directa requerida en el caso de otros derechos, llamados positivos. En una democracia, la mayor parte de las autoridades no se inmiscuyen en el contenido de la expresión verbal y escrita de la sociedad.
Las protestas son como un terreno de pruebas para cualquier democracia; por eso el derecho de reunirse en forma pacífica es esencial y desempeña un papel crucial para facilitar el ejercicio de la libertad de expresión. La sociedad civil permite un animado debate entre quienes tienen fuertes discrepancias en torno a las cuestiones.
La libertad de expresión es un derecho fundamental, pero no es absoluto y no se puede esgrimir para justificar la violencia, la difamación, la calumnia, la subversión o la obscenidad. Por lo general, las democracias consolidadas tienen que estar en un estado de amenaza inminente para justificar la prohibición de las declaraciones que puedan incitar a la violencia, que dañen con mentiras la reputación de otras personas, que inciten a derrocar un gobierno constitucional o que promuevan un comportamiento lascivo. La mayoría de las democracias prohíben también las expresiones que promuevan el odio racial o étnico.
El reto para una democracia es cuestión de equilibrio: defender la libertad de expresión y de reunión, al tiempo que refutan las expresiones que en verdad fomentan la violencia, la intimidación o la subversión.
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